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La inteligencia en cuestión: la escuela como espacio de embrutecimiento y de producción (Carolina Ávalos)

Epicuro, filósofo del siglo IV le escribe a Meneceo, su discípulo: “[…] han de filosofar tanto el joven como el viejo; uno, para que, envejeciendo, se rejuvenezca en bienes por la gratitud de los acontecidos, el otro, para que, joven, sea al mismo tiempo anciano por la ausencia de temor ante lo venidero”.
¿Qué puede tener que decir la filosofía acerca del Chile actual, a las y los jóvenes? ¿Qué puede tener que decir a ustedes, estudiantes secundarios? Incluso me pregunto, ¿tiene algo que decir la filosofía? Primera confesión: si yo estoy acá, inaugurando este congreso escolar* es porque, de alguna u otra manera, hablaré desde la filosofía; es mi punto de partida. Quiero partir mostrándoles la dificultad que implica el hecho que sea profesora de filosofía: en primer lugar, supone saber qué es la filosofía y, en segundo lugar, apuntando al hecho que me tiene aquí, frente a ustedes en calidad de “conferencista”, supondría saber qué tener que decir en nombre de la filosofía. Pido disculpas de antemano por esta recursividad, por lo “rebuscado” de mis preguntas iniciales, pero ¿qué otra cosa podemos esperar de la filosofía si no son los cuestionamientos? Esos que, más que decir algo de la filosofía, nos predisponen al saber y no nos dicen qué es lo que tenemos que saber. La gente común, esa que no se dedica a la filosofía, pero que en algún momento de la vida se encuentra con ella, en el colegio, en la universidad, en algún libro o, porque escuchó algo, tiende a recordar cómo le afectó, lo que le causó, ya sea positiva o negativamente, más que recordar lo que aprendió. Es más habitual encontrarse con lo que sorprende, con lo que gusta, con lo que disgusta, asombra, extraña de la filosofía, sin negar que, obviamente, hay cosas que se recuerdan porque se entendieron, porque se conocieron o porque se memorizaron. ¿Qué se dice de las figuras de la historia de la filosofía?¿Qué se recuerda de Sócrates, de Descartes, de Kant, por ejemplo? ¿Se oye hablar de la mayéutica, de la duda metódica o del imperativo categórico? Tengo la impresión que lo que en un inicio conquista un espacio en nuestras vidas tiene que ver más con los afectos que provoca la filosofía, que con los contenidos y sus formas. Y esto, sólo cuando los provoca. Porque lamentablemente, hay veces que la filosofía ni siquiera afecta. Es decir “que no impresiona a nadie, que no causa ninguna sensación”. Es, precisamente, de lo que nos afecta desde donde me interesa partir hablando hoy. Porque “eso que nos toca”, “eso que nos causa impresión”, es un punto de partida que tanto profesores como estudiantes tenemos a nuestro favor. Y esto es, a la vez, lo que ni la educación ni la filosofía escuchan. Porque estamos, seguimos sometidos a la autoridad: estamos sometidos al autor, a las firmas, a los contenidos, a la evaluación, a la o al profesor, etc. A alguna autoridad que nos diga cómo, qué y para qué aprender. Es decir, a todo un sistema que impide movilizar nuestros aprendizajes desde los afectos. De aquí que, lo que hoy intentaré mostrar son algunas ideas que nos hablan de otras formas de aprender donde la filosofía y la escuela tienen un rol fundamental. 

Para el título de esta presentación recurrí a ciertas nociones del filósofo francés contemporáneo Jacques Rancière. Su obra más conocida se llama El maestro ignorante, título que, al igual que el mío, conlleva una contradicción. ¿Cómo es posible que se entienda que un maestro sea ignorante? Lo mismo para la escuela, ¿cómo es posible que se parta de la idea que la escuela “forma” brutos, poniendo en cuestión a la inteligencia de los estudiantes? Lo interesante de la propuesta de Rancière es que está continuamente pensando en la educación como una práctica política (lo político) desde donde se asume, como punto de partida, la ignorancia tanto del estudiante como del profesor y, como punto de llegada la emancipación intelectual. Es Rancière que, gracias a su trabajo en el archivo obrero de Francia del siglo XIX, recupera el vínculo de emancipación y educación que había quedado rezagado luego de la influencia de Víctor Cousin en la institucionalización de la educación nacional francesa. 
¿Se imaginan una escuela donde los profesores no tengan que saber lo que enseñan? ¿Se pueden imaginar una escuela donde el maestro que explica lo que hay que aprender sea reemplazado por un maestro que enseñe al estudiante a aprender solo? ¿Una escuela donde el alumno tenga la experiencia del profesor como un libro abierto? Sí, Rancière así lo dice: “El alumno, entonces, no aprende del profesor, sino [aprende] el profesor”. La propuesta es una filosofía, un cuestionamiento filosófico que interpela la situación pedagógica, en tanto que su fin “no lleva a construir nuevos y optimistas edificios pedagógicos, sino, más bien, a problematizar el sentido de los [edificios] que habitamos”. La filosofía del maestro ignorante afirma que la igualdad debe ser el punto de partida de la práctica pedagógica y que el fin de la educación sería la emancipación. En este sentido, la figura del maestro explicador –ese maestro que podríamos ser cualquiera de nosotros que hemos trabajado en colegios– es aquel que se hace necesario para el que no sabe, el que forma dependencia del estudiante. “Instruir puede significar dos cosas exactamente opuestas: confirmar una incapacidad en el acto mismo que pretende reducirla o, a la inversa, forzar a una capacidad, que se ignora o que se niega, a reconocerse y a desarrollar todas las consecuencias de este reconocimiento”. A lo primero que he mencionado Rancière le llama embrutecimiento (o atontamiento) y a la segunda le llama emancipación. 
Rancière es muy crítico y cuestionador. Tanto así que la idea del explicador es lo que funda toda su filosofía política ya que plantea la idea que estamos sometidos a toda una sociedad explicadora. Las instituciones, la publicidad, el conocimiento, las ciencias, etc. explican lo que deben saber los sujetos. Explican y repiten lo que se debe hacer, elegir y, hasta pensar. Y, por su parte, la escuela moderna es la institución que forja maestros repetidores, explicadores y por tanto, embrutecedores. No se trata de que el explicador sea el responsable del embrutecimiento. Él vive del trabajo que se le ha asignado: los profesores trabajamos para explicar los saberes que los estudiantes deben aprender.  Y es así como buscamos alcanzar la igualdad. “La distancia que el explicador pretende reducir es aquella de la que vive y la que, por tanto, no cesa de reproducir al igual que hace tanto la escuela como la sociedad pedagogizada”. Ante esto, el maestro ignorante, al reconocer su ignorancia, se reconoce en igualdad de inteligencia con la de los estudiantes. Lo que significa que la igualdad de las inteligencias no se necesita probar, ni medir, ni comprobar, sino que, más bien, responde al principio de veracidad. Responde a un “darse cuenta” de la verdad, de un encuentro con ella. A diferencia de la ciencia e, incluso, de la filosofía, que buscan la verdad, la igualdad de las inteligencias en tanto principio moral y político, parte de ella. Más bien, parte de la toma de conciencia impulsada por la confianza del maestro, de que es la propia experiencia, la verdad de su potencial intelectual. Es el maestro ignorante, en cuanto voluntad más fuerte y experimentada, quien hace creer al aprendiz que puede desarrollar la inteligencia “Este principio de veracidad está en el centro de la experiencia emancipadora. No es la llave de ninguna ciencia, sino la relación privilegiada de cada uno con la verdad, aquello que lo encamina, que lo lanza como buscador. Este principio es el fundamento moral de conocer”.
Rancière basa su tesis en la figura de Joseph Jacotot, un pedagogo y revolucionario francés, quien ofició de maestro ignorante enseñando lo que no sabía y proclamando la emancipación intelectual del pueblo. Su mayor anhelo fue lograr que padres analfabetos enseñen a leer a sus hijos y, por tanto, a mostrar que la inteligencia del pueblo no era menor, sino que se desarrollaba en consonancia con sus necesidades. Es, en este sentido que Rancière se refiere a que los hombres del pueblo “desarrollan la inteligencia que las necesidades y las circunstancias de su existencia les exigen. Allí donde cesa la necesidad, la inteligencia descansa, a menos que alguna voluntad más fuerte se haga oír y diga: continúa; mira lo que has hecho y lo que puedes hacer si aplicas la misma inteligencia que has empleado ya, poniendo en todas las cosas la misma atención, no dejándote distraer de tu rumbo”. 
Lo paradójico de esta propuesta filosófica es que “muestra la tensión, casi la incompatibilidad, entre emancipación e institución educativa […] el maestro ignorante es en verdad una ficción, una imposibilidad en el marco de las instituciones educacionales. [De hecho] en una escuela se puede ser maestro o ignorante, pero no se puede ser un maestro ignorante”. De este modo, donde hay escuela no puede haber emancipación, ya que toda la escuela presupone la desigualdad de las inteligencias, presupone “la jerarquía entre los seres humanos, la distinción entre los que saben y los que no saben”. Otra confesión: pienso que es importante acercar las reflexiones y, sobre todo la filosofía, a la escucha de las urgencias de la educación pública. Y no sólo reflexionar sobre un tema educativo “universal”. Entonces, ¿cómo salir de esas reflexiones desancladas de las urgencias y necesidades de nuestro país?

Sólo un año después de la publicación  del Maestro ignorante, en 1988  Rancière publica el texto Escuela, producción e igualdad donde afirma que la escuela es el lugar de encuentro de los iguales. Creerán ustedes que el filósofo se desdice de lo anterior, porque aparece un cambio de perspectiva abrupta, considerando que solo un año antes había afirmado que la emancipación intelectual como condicionante de la igualdad, no era posible en la escuela. Pero la verdad es que Rancière dedica, como bien lo indica el título, todo el texto a pensar y problematizar sobre la escuela. Y parte haciendo referencia a las palabras del ministro de educación de la época: “Aprender para emprender” –continúa Rancière– “esta consigna resume bastante bien la voluntad de un cierto consenso acerca de los fines de la enseñanza”. Estas palabras bien pueden ser adjudicadas a cualquier ministro de educación chileno de los últimos 30 años. ¿No es, acaso, la educación, el lugar para aprender a emprender la vida adulta siendo sujetos de enseñanzas, tanto, sobre las obligaciones y las responsabilidades, como de las ciencias “democráticamente distribuidas”? Para Rancière la escuela tiene una función definida y por eso nunca podría ser el lugar de la emancipación. Se aprende y se enseña para producir y, en este sentido, la escuela no se diferencia demasiado de los sentidos de funcionamiento de las formas del trabajo. Esto lo oímos constantemente cuando los estudiantes dicen que no tienen tiempo, cuando alegan de la carga académica, de la falta de descanso, o, cuando dudan de la productividad de alguna materia o contenido. ¿Para qué me sirve el arte si quiero trabajar en un hospital? ¿Para qué me enseñan matemáticas si quiero estudiar música? Prepararse para la vida parece ser el sentido más general de la educación y, al mismo tiempo, la escuela orienta la vida hacia las formas de producción. De hecho, las notas y los puntajes definen la productividad del saber o, dicho de otra manera, muestran qué tan productivos pueden llegar a ser los estudiantes. Es por esta razón que Rancière recurre a la scholé, a la escuela griega, porque es en ella donde se podrían encontrar las condiciones para la emancipación. La scholé es el lugar del ocio por oposición al negocio: en ella están todos aquellos que quieren aprender por aprender. Esta escuela no responde a una función social sino más bien es una “forma simbólica que divide aquellos que están adentro y afuera de ella a partir de dos maneras de habitar la temporalidad: los que están dentro son los que tienen tiempo que perder, los que pueden dedicar tiempo a sí mismos, a aprender y los que están afuera de las escuela, al contrario, no tienen tiempo que perder porque deben dedicar todo su tiempo a obtener una rentabilidad que les permita subsistir”. Pero esta escuela no es la moderna, no son nuestros colegios ni liceos sino que refieren a la forma-escuela, a “una  forma simbólica, una norma de separación de los espacios, de los tiempos y de las ocupaciones sociales”.  La forma-escuela implica dos usos del tiempo, uno de los profesores y de los que están a su servicio, ese tiempo es robado por la producción. Y, por otra parte, está el uso de aquellos que tienen tiempo, es decir, de aquellos que están dispensados de las exigencias del trabajo. La clave de la forma-escuela es que implica un lugar de los iguales, con la salvedad que aquí, a diferencia del Maestro ignorante, no siempre va a implicar emancipación. La forma-escuela contiene a los iguales que tienen tiempo y a los iguales que prescinden de él.
¿Qué posibilidades nos entrega la forma-escuela inspirada en la scholé? Esta pregunta apunta directamente al intento por hacernos cargo de nuestra escuela, que está lejos de ser una escuela para la emancipación. En este sentido, Rancière no se configura solo como un utopista, sino que apela más bien a la formas de irrupción del tiempo normal, el tiempo de la dominación que “fija el ritmo de trabajo ¬–y de su ausencia¬– […] en el orden de adquisición de los conocimientos y diplomas. […] Y se empeña en homogeneizar todos los tiempos en un solo proceso y bajo una misma dominación global”. Se tratará entonces de alterar el tiempo de la dominación, de interrumpirlo: detener la escuela es detener la máquina que ordena el tiempo, así como se detiene el trabajo o la circulación en la calle con alguna manifestación que desvía la agenda de los gobiernos. Estas interrupciones, dice Rancière, estos momentos son “mutaciones efectivas del paisaje de lo visible, de lo decible y de lo pensable, transformaciones del mundo de lo posible”. Pero, las interrupciones también pueden adquirir una forma de reapropiación de ese tiempo fragmentado que implica: alterar el orden de los aprendizajes, aprender en autonomía y en colectivo pueden ser una posibilidad de hacer forma-escuela en nuestra educación pública. Habría que apropiarse desde los afectos que provocan las formas de precariedad del tiempo de la dominación. Dejar espacio a ese movimiento afectivo que incita el tiempo precarizado. La frustración y la rabia, por ejemplo, pueden ser los motores para generar un corte en el vector temporal. Y creo que las y los jóvenes son aquellos que pueden alterar con más holgura este sistema que nos embrutece. 


Autor: Carolina Ávalos, Profesora de filosofía, Región de Valdivia.

*Este texto fue realizado para un Congreso nacional de humanidades, dirigido a las y los estudiantes secundarios de dicho encuentro, realizado el 2019 en Valdivia

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