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La escuela y el sentido (Andrés Arce)

En Los 400 golpes, el pequeño Antoine Doinel decide hacer la cimarra. Se escapa con un aristócrata compañero de curso a ver obras de teatro para niños y a pasear por la ciudad. Juegan, fuman, beben vino y comen a deshora. Es probablemente el pasaje más feliz del largometraje. Cuando sus padres, distanciados y agobiados por las penurias económicas y familiares le preguntan cómo le va en la escuela, Antoine dice que todo está bien. Hasta que un compañero de curso lo delata. Desde ese momento, la pérdida de sentido de la escuela se expande y se impregna de todos los rincones de su mundo infantil. Ya no es solo su castigador profesor, ahora son sus padres, es la policía o los gendarmes, pero pese a todo Antoine no deja de pensar en su sueño de conocer el mar.

En la película está la cárcel y la infancia, pero espejea una ingenua esperanza: la de los anhelos infantiles, los sueños efímeros, y, asimismo, el afán por dotar de sentido y de lógica más humana y feliz un mundo desigual, precario, egoísta y de clase.

Más de sesenta años han pasado desde el estreno de esta clásica obra y la realidad de la escuela occidental que tanto debe al sistema de instrucción francés sigue reproduciendo los mismos elementos: el fantasma del absentismo y de la pérdida de sentido. Solo faltaría agregar de fondo la expresiva música de Jean Constantin.

Hace un par de semanas el colega Rodrigo Ortega publicó en esta plataforma un artículo acerca del sentido de la escuela, reflexionando a partir de experiencias de vida de exponentes culturales universales que nunca asistieron a una o la dejaron tempranamente.
El foco de dicho artículo está plasmado sobre un eje que es delicado, comprometedor e incluso incómodo para las instituciones financiadas por el Estado. Sobre todo, para aquellas instituciones que hacen lo posible por responder de forma obediente a los requerimientos del sistema educativo de mercado, al paradigma de rendición de cuentas propio del gerencialismo educativo y a una organización autoritaria en las comunidades educativas, que permite, por ejemplo, que un colegio de Villa Alemana exija a los niños que usen el uniforme durante las sesiones virtuales desde el hogar, en el contexto de pandemia. Instituciones que asumen como una directriz su función reproductora de los valores del sistema económico capitalista en su fase neoliberal. Esto, sin olvidar que hay instituciones educativas que, siendo críticas de este modelo, están amarradas a actuar en el mismo marco.

Como ya se ha demostrado, el sentido de la educación o el sentido de la escuela están muy lejos de esos patrones, y así debe serlo. La experiencia de la educación municipal nos puede entregar categóricas demostraciones de los vacíos que tiene la escuela en la vida de cientos, si no de miles, de estudiantes de la comuna de Valparaíso. Cuestión que se manifiesta principalmente a partir de los porcentajes de absentismo escolar. No hay una demostración más palpable de la pérdida de sentido de la escuela que esa. Asimismo, investigadores como Loreto Serra y Félix Angulo, han esclarecido que el absentismo tiene muchas vetas, todas aún poco profundizadas y definidas, pero que van desde los atrasos, la cimarra y las fugas de clases, hasta un absentismo del interior o virtual que es cuando un estudiante estando en la clase no hace nada por participar de ella, se inhibe, e incluso la o el docente asume también la invisibilidad de dicho estudiante.

Como también es sabido, quienes más incurren en el absentismo son nuestras y nuestros estudiantes que viven en condiciones materiales más precarias y en las condiciones afectivas más complejas.

Por eso es tan desafiante el despertar del sentido en una sociedad basada en la explotación del capitalismo, en su enajenación y su barbarie, donde los derechos son marginales y poco profundos. Así, por ejemplo, la escuela, que como dice Ortega proporciona “pan, techo y abrigo”, vale decir, aporta a las necesidades materiales de nuestras y nuestros estudiantes, también debe hacerse cargo de aquellas afectivas. Porque como se ha también constatado, la pérdida de sentido tiene, al menos, dos hondas raíces: la familia y la organización misma de la escuela. Por ello, esta tarea necesita métodos, estrategias, sistemas y protocolos. Un apoyo completo donde intervienen distintos actores de la comunidad y donde la democracia, la organización y el levantamiento de proyectos colectivos resultan fundamentales.

En consecuencia, atraer a un/a estudiante hacia el interés o el sentido del proceso de enseñanza-aprendizaje no se acota a marcos de tiempo determinados por un numeroso entramado de aprendizajes esperados ni a objetivos de aprendizaje empotrados en la cobertura curricular. Ni siquiera obedece al marco de tiempo de una clase. Sino que son procesos flexibles, que pueden ser largos y donde juega un rol central la evaluación de procesos, sin el reduccionismo de las calificaciones, y el intercambio o mediación entre los actores, construcción conjunta.

Dotar de sentido a la escuela, es por tanto darle relevancia para la vida de nuestras y nuestros estudiantes. Para ello, como señaló Miguel Caro en la primera sesión de “Hablemos de Educación” , la escuela debe promover una educación para la vida, trabajar para las necesidades vitales, y los desafíos de la vida en sociedad deben ser sus ejes formativos.

Podemos concluir entonces que el sentido de la escuela es un rechazo categórico a los lineamientos de nuestro sistema educativo, es una oposición activa a ser un órgano reproductor de un sistema inhumano y, así también, es una rebelión frente a un orden social y político que desprecia la vida. 



Autor: Andrés Arce, Profesor de Lenguaje, INSUCO, Región de Valparaíso.



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1  comentarios

Buenísimo, gracias por desarrollar y compartir estas reflexiones, tan necesarias para nuestra educación y que ponen de relieve la voz de las y los profesores.

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